sábado, septiembre 03, 2005

La Revolución Bonita y el Socialismo del Siglo XXI

Venezuela, la revolución popular y la izquierda europea

María Toledano

A Fermín Casares, carajito bolivariano

Una revolución política significa demoler las viejas estructuras políticas que están carcomidas; echar el edificio viejo abajo y construir uno nuevo.Eso es una revolución, un sistema político que sea democrático. (Hugo Chávez)

Entre la selva y el mar, rascacielos y barrios, misiones, militares del pueblo y lucha real de clases, estamos asistiendo -arrancando el siglo XXI del turbocapitalismo- a un acontecimiento revolucionario, transformador. Un proceso democrático trascendente (ya que va más allá de la voluntad y del deseo de los agentes sociales perteneciendo, por su radical naturaleza, a la defensa de la identidad humana frente a la explotación) y autogestionario (participativo y directo) que pretende cambiar la anquilosada estructura política, económica y cultural de un país modificando, desde la más profunda entraña, la vida de la población. Sin ser del todo conscientes de la crucial batalla que se está librando en Venezuela (de alcance latinoamericano y, por extensión, mundial), perplejos y maravillados, se admira -no sin cierta envidia- los primeros logros de una revolución popular con sus requiebros y problemas.

Venezuela se presenta en el desafinado concierto de las naciones -qué lejos queda el tiempo del estado garante- con una nueva forma de democracia participativa enfrentada a una oposición interna (blancos, ricos, pequeñaburguesía, función pública y sectores profesionales) alimentada -ya es tradición en el continente- por EE.UU. Y se enfrenta con relucientes hospitales y médicos internacionalistas, con sus escuelas recién levantadas, en permanente batalla contra la pobreza, contando con el respaldo y la autoridad moral y política, imprescindible, de cientos de organizaciones sociales de base. Si a esto se añade la fuerza legal de una Constitución democrática, estamos ante un acontecimiento esencial en la historia del continente: una variante diferente, original, de concebir y poner en práctica una revolución sin vanguardia consciente. Por estas y muchas otras razones, el presidente Chávez concibe el movimiento popular como democracia revolucionaria.

Pese al bloqueo informativo extendido por los aparatos de reproducción de la ideología dominante -en realidad no se transmite información veraz sobre el devenir ni sobre los profundos cambios que se están produciendo en el país- la revolución democrática bolivariana está lanzada. Es una revolución cabal, con características propias, sin mediaciones ni tutelas, de clase y armada con un fuerte contenido ético y socialista. Las revoluciones, en buena teoría política, no se hacen contra la burguesía (o la aristocracia) y sus aparatos de dominación económica. Se hacen, se construyen, a favor de la mayoría y adoptan -como en el caso de Venezuela- la forma de combate (una verdadera autogestión) de la lucha de clases por la negativa de la burguesía financiera y sus aliados a perder sus privilegios históricos, su elevada posición en el mundo, su atalaya. El hecho concreto revolucionario, desde la acción soviética de octubre 1917, es siempre positivo, dinámico y creativo, y se organiza siguiendo los irrefrenables anhelos de emancipación social, de igualdad. Esta idea, de apariencia simple, nos puede ayudar, sin embargo, para comprender la génesis de todo el amplio y plural movimiento bolivariano. La burguesía, anclada en los aparatos del poder y de la represión, sustentada en el binomio explotación-plusvalía y en una penetrante red clientelar de corrupción y desmesurados beneficios (con algunas conocidas conexiones con dirigentes del partido socialista español) creó tal grado de desigualdad que resultó imposible articular, en el contexto del mercado libre capitalista, el cuerpo social. El cálculo del consenso -el mecanismo de control de las democracias consumistas de librecambio- se volvió inaplicable. En medio de ese inmenso despropósito de gestión neoliberal, dejando en el desamparado a la mayoría de la población, un país rico lleno de recurso naturales se alzó -con algunos militares al frente- contra el (des)orden proclamando, desde el primer día, que otra realidad era posible y que, con la implicación decidida de la población marginada por el tradicional sistema de partidos, se podía edificar.

Mientras todo esto ocurre a unas cuantas horas de avión, mientras la cooperación estratégica y los intercambios solidarios entre Cuba y Venezuela -impulsando un gran eje transformador latinoamericano, TeleSur es sólo un ejemplo- avanzan en materia de sanidad y otras ayudas al desarrollo integral, cuando las masas están saliendo del infierno gracias al empeño común y a una dirección colegiada civil y militar, la izquierda bienpensante europea -quedan algunas minoritarias excepciones- discute cuestiones de territorialidad constitucional, plantea agresivas reformas del mercado laboral pactadas con los lobbies empresariales o apoya -con unidades de combate de paz o de guerra, según convenga- la política intervencionista de EE.UU en el mundo. Desde 1974, por fijar la fecha simbólica de los marchitos claveles portugueses, la izquierda agoniza en su diván de oro. Timorata y despectiva, como si su ridícula soberbia democrática fuera poca, la izquierda europea, líderes y partidos, se permiten la licencia, racismo de clase, de mirar con recelo a los militares chavistas. No está de más recordar a muchos de los que se horrorizan ante la presencia de los uniformes y las armas (jamás utilizadas, por cierto, por el presidente constitucional Chávez para avanzar en las reformas bolivarianas) que si no hubiera sido por algunos militares comunistas todavía estaríamos, al menos en Europa, bajo el yugo del nazismo. Se alude aquí a la batalla de Stalingrado, naturalmente. “Los principios de la guerra política son idénticos a la guerra militar, hay una estrategia, una táctica y hay un combate, y ahí vamos utilizando la ciencia de la política, que es muy parecida a la ciencia de la guerra”, recuerda Hugo Chávez.

Viendo el poder y la potencia imparable de la democracia bolivariana y la capacidad exponencial de sus misiones (sólo el asesinato del presidente Chávez a manos de esbirros de EE.UU, como desean y proclaman sus telepredicadores, frenará el progreso) y siendo conscientes de la fortaleza moral, de la legitimidad electoral y del carácter transformador activo de Venezuela, la izquierda europea -tan preocupada por las pequeñas intrigas de salón y por los pactos de gobernabilidad desde sus ridículos porcentajes electorales- debería sentarse sobre sus desvencijadas poltronas (cedidas, casi nunca conquistadas) y reflexionar en voz alta sobre su atroz ruina política, una vez aceptados -incluso con alguna sonrisa para la fotografía- todos y cada uno de los principios fundacionales de la sociedad neoliberal del espectáculo. Cuando se traiciona una vez al pueblo, el recuerdo perdura como vergonzoso estigma.

Las manos de los más pobres, desde el coraje que otorga la historia de la opresión, conciben inéditos modos de producción y distribución de la riqueza al tiempo que pájaros de mil colores, caribeños, sobrevuelan cada ladrillo puesto en misiones, escuelas y hospitales: el futuro. En el Palacio de Miraflores, Chávez y su Estado Mayor (marxistas y no marxistas) revisan la estrategia y la táctica. Como todas las revoluciones sin rostro, el proceso bolivariano reinventa el espíritu de superación cada mañana, en cada acometida. A unas horas de avión de Europa, Venezuela pretende cambiar el tiempo del capitalismo en Latinoamérica. Por una vez, los olvidados dominan el petróleo, el dinero. La sombra de Bolívar es alargada.

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