domingo, marzo 14, 2010

Antonio Tejero, padre fundador de la democracia española


A José Luis Pitarch Bartolomé, comandante de Caballería.
A Amadeo Martínez Inglés, coronel de Estado Mayor.
A todos los investigadores de la verdad histórica del 23-F.
A todas las víctimas, habidas y por haber, de la Transición.

Si las cabezas rectoras del régimen monárquico español cultivaran la sinceridad con el mismo rigor con el que cultivan la propaganda, deberían de haber erigido una estatua con tricornio y mostacho, costeada por suscripción popular, con la siguiente leyenda en su pedestal: "Al teniente coronel Antonio Tejero Molina, prócer de la democracia borbónica."

El monumento, esculpido en mármol de Macael, representaría al oficial de la Guardia Civil en los instantes míticos del asalto al Congreso de los Diputados, con el gesto adusto y el bigote nacionacatólico, enarbolando la pistola marca Astra y ordenando quietud absoluta a los presentes. A falta de un buen caballo desde el que enseñorearse de la situación, el picoleto podría cabalgar a lomos de algún descorazonado (y acojonado) representante de la soberanía nacional.

El emplazamiento ideal para la escultura del teniente coronel sería la madrileña plaza de las Cortes, enfrente del magno templo de la democracia donde sucedieron los hechos. Habría que haber retirado la efigie de Miguel de Cervantes de la citada plazoleta, trasladándola a cualquier almacén del Ministerio de Obras Públicas. ¿Para qué quiere este país literatos de la calaña cervantina, capaces de elevar al universo nuestras miserias cotidianas con la saña y el desengaño de un mutilado de guerra? España necesita militronchos acariciadores de gatillos y conspiradores de café.

La irrupción de Antonio Tejero al frente de sus leales en la sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo como presidente del Gobierno, me ha parecido siempre una recreación paródica de otro suceso, ocurrido en el mismo hemiciclo un siglo antes. El 3 de enero de 1874, un destacamento de soldados de la guarnición de Madrid, enviados ad hoc a la Carrera de San Jerónimo por el Capitán General de la Región Militar, el general Manuel Pavía, desalojaba el Congreso de los Diputados, tras la caída del gobierno republicano conservador de Emilio Castelar. La titularidad del golpe recayó sobre Pavía, pero el verdadero beneficiario era otro general, a la sazón el hombre fuerte del momento: Francisco Serrano, duque de la Torre.

Serrano, nominado de general bonito por la obesa y ninfómana Isabel II, compañera de cama durante sus años mozos, se convirtió pronto en presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República, conservando el régimen republicano durante casi un año más, hasta que Martínez Campos proclamó rey a Alfonso XII en Sagunto. El general Serrano perdía de un plumazo todas sus prerrogativas de poder, resignándose a ejercer un papel menor en las bambalinas de la Restauración.

El paralelismo con la asonada del 23 de febrero de 1981 es más que evidente: Tejero haciendo de Pavía sin saberlo siquiera, realizando el trabajo sucio del hombre fuerte del posfranquismo: Juan Carlos I de Borbón. Armada y Milans del Bosch, los dos príncipes de la milicia de más acendrado monarquismo, imbuidos en su rol de espadones decimonónicos, repartiéndose los libretos de Narvaéz y O´Donnell. La plana mayor de los partidos juancarlistas (tradúzcase por centristas, derechistas, socialistas, comunistas, nacionalistas periféricos), complicada en el golpe hasta los tuétanos, como Castelar pero sin el consuelo de la oratoria. El pueblo español, sometido a ración doble de pan y fútbol, espectador conmovido y convencido de la comedia.

Las ráfagas de metralleta de los Tejero Boys no arrebataron vida alguna. Pespuntearon el techo de las Cortes, liquidando los restos de libertad que la Transición no había podido amortajar sin el concurso de las armas. Aquel guardia civil chuloputas, caricatura viva de la rancia derechona ibérica, detuvo el futuro de España aquella tarde de febrero. La Monarquía Borbón amortizó el tejerazo, abandonando a su suerte a las comparsas del teatrillo, asegurando el tambaleante trono de los Reyes Católicos, frenando la macroconspiración ultrafranquista del 2 de mayo, desactivando cualquier mínimo rasgo de democracia real.

Alfonso Guerra, aquel truhán gafapasta que permutó un destino apacible como librero por un lugar a la derecha de Dios en el Olimpo del felipismo, dijo que a España no la iba ni a conocer la madre que la parió tras la victorial electoral del PSOE en octubre de 1982. Resulta harto difícil establecer quién demonios parió a este dichoso país nuestro, aunque yo opto por la hipótesis de que somos el resultado de una conjura judeomasónica aliñada con un cóctel de abortos y células madre, asunto éste muy del gusto de las calenturientas mentes de la jerarquía episcopal española. Aparte de la coña marinera (y anticlerical), permítame decirle, señor Guerra, diputado a perpetuidad: Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

Salud y República.

1 comentario:

Juan Pablo dijo...

Así se habla compañero.

Salud y República.